PRIMERA PROMOCIÓN DE DERMATÓLOGOS

PRIMERA PROMOCIÓN DE DERMATÓLOGOS
PADRINO DE LA PRIMERA PROMOCIÓN DE DERMATÓLOGOS

sábado, 17 de noviembre de 2018

EXITOSAS JORNADAS DE DERMATOLOGÍA EN SAN JUAN DE LOS MORRROS







EXITOSAS JORNADAS DE DERMATOLOGÍA EN SAN JUAN DE LOS MORROS
Edgardo Malaspina
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El 14 de noviembre, Día del dermatólogo venezolano, se realizaron exitosamente  las Primeras Jornadas de Dermatología del Hospital Israel Ranuarez Balza (HIRB) conjuntamente con el postgrado de la especialidad, el cual arriba a su cuarta cohorte.
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Este evento, científico y académico, se efectuó en honor del desaparecido y muy destacado dermatólogo venezolano doctor Antonio Marín, quien fue pionero del servicio de la especialidad en HIRB y propulsor del postgrado.
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Luego de las palabras de bienvenida de la doctora Mayerlin Marín, jefa del Servicio de Dermatología del HIRB , el  doctor Gilberto Hurtado, primer médico guariqueño en recibir el título de dermatólogo  en la Universidad Rómulo Gallegos, hizo el esbozo biográfico del doctor Marín  resaltando sus cualidades humanas , sus competencias galénicas y docentes.
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La especialización en Dermatología fue aprobada en el Consejo Universitario de la Universidad Rómulo Gallegos en  1997, y por el Consejo Nacional de Universidades (CNU)  en  1999. El primer coordinador de la especialidad fue el profesor cubano  José Machado. Su legado fue continuado por el Dr.  Antonio Marín. El postgrado ha contado con el apoyo incondicional, la experiencia y sapiencia de los doctores Wilmer Becerra, Alexis Castrillo, Gilberto Hurtado y Germán Hernández. Actualmente lo dirige la doctora Ahimar Hernández.
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 Los primeros Dermatólogos graduados en el Guárico en la Universidad Rómulo Gallegos finalizaron su especialidad en el 2001. En total fueron siete especialistas: Gilberto Hurtado, Dr. Nelson Daniel Sequeira , Antonio José Marina , Magaly Araujo Gilda Tovar ,Nabell Isabel Díaz y José Urdaneta. La Comisión de Evaluación de los Trabajos de Grado estuvo integrada por el Dr. el Antonio Marín,  el Lic. José Sánchez  y quien estas líneas escribe.
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La Segunda Cohorte de dermatólogos guariqueños, bajo la coordinación de los doctores Wilmer Becerra y Gilberto Hurtado, realizó sus actos de defensa y graduación en el 2015 con los siguientes nuevos doctores especialista: Gilka Morales, Carmen Rodríguez, Marylin  Hernández, Maryelys Marín, Norelys Santana, Luciana Arévalo, Jesús Olivares, y Lerber Alarcón.
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La especialización en Dermatología ha tenido una serie de actividades académicas que la han proyectado ante la comunidad científica y el pueblo en general. En el 2001 se realizaron las Primeras  Jornadas de Actualización en Dermatología en el Colegio de Médicos de San Juan de los Morros, con la participación de renombrados dermatólogos del país. En ese mismo año el Dr. Leopoldo Díaz Landaeta presentó en la sede del Decanato de Postgrado de la UNERG su Atlas de Dermatología Pediátrica. En esa oportunidad el Dr. Díaz Landaeta hizo una defensa emotiva de la especialización en Dermatología en nuestra alma mater con argumentos científicos y filosóficos.
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 Las Jornadas de Dermatología de año en curso se realizaron en los salones de los Baños Termales de San Juan de los Morros y los ponentes abordaron temas relacionados con la especialidad. Los expositores fueron los doctores Mayerlin Marín, Juan Escobar, Alexis Castrillo, Jhullhy Delgado, Xenia Guerra, Roderick Peire, Germán Hernández , Diunella Merchan y Ahimar Hernández.




viernes, 24 de agosto de 2018

EL LEPROSO


EL LEPROSO (Cuento) de Rafael Barrett

Treinta años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al fin como escoria que espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?... Nunca se averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.

Treinta años... Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.

Pronto se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca, a lo alto de una tacuara torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados, favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos. Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido,-perfiló la letra; el estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos. Empezó a prestar.

Fue el paño de lágrimas de la comarca. Compasivo, se avenía en los vencimientos a rebañar la ternerilla, el par de gallinas, el fardo de hoja, el cesto de naranjas, a trueque de renovar la deuda por un mes. Don Onofre se hizo poco a poco de rancherío, campichuelos, monte, hacienda. Fomentó el comercio. Cortés y entendido, metía pleito a los acomodados. Leguleyos, agrimensores, comisionistas, asomaron por primera vez en aquellos lugares, que así nacían a la vida pública. A los mismos insolventes, de puro bueno y de puro calentón, ayudaba don Onofre cuando había en la familia alguna chicuela a punto.

Fue un personaje: viajes a la capital, miga con ricachos y con ministros. ¡Oh, nada de política! Estaba con todos los partidos, a medida que ocupaban el poder. El jefe y el juez eran suyos. Figurar en centros mejores, ¿para que? Prefería seguir siendo la providencia de su patria adoptiva, sin moverse de ella.

La cual se despoblaba. Las cuatro mil cabezas de don Onofre vagaban más allá de los abandonados cultivos. Tenía su idea (el agua a una cuarta, el ferrocarril en proyecto): con cruzarse de brazos se hacía millonario. Consintió no obstante en talar los bosques. Árboles gigantescos se desplomaban con fragor de muerte. Las vigas férreas eran arrastradas por los que daban en otro tiempo de puntapiés a Onofre, y echadas al río. La pelotilla de oro se volvía bocha magnífica. Y en torno de don Onofre se pelaba la tierra, como atacaba de una tiña pertinaz. A propósito: se me olvidaba decir que don Onofre padecía de lepra.

La lepra. Lepra. Don Onofre masticaba este nombre pavoroso. Lo veríais en el lento temblor de sus mandíbulas salientes. Veríais en sus iris felinos, turbios, empañados de pronto por un humbo fugaz, el horror de las úlceras descubiertas a solas, atrancadas las puertas. ¡Ay! No había niña más púdica que don Onofre. Amaba vestido. Su ropa, cosida hasta la nuez, era un saco de inmundicia cerrado y sellado como el cofre de un avariento. Pero, ¿y la cabeza? ¿La cabeza grasienta, vil, imposible de escamotear? Y la bestia subía, se enroscaba a la nuca. Don Onofre anhelaba algo parecido a decapitarse. Al cabo, la lepra sacó la garra por el cuello de la camisa y apresó el rostro.

¡Ser leproso, escandalosamente leproso un hombre tan rico, que podían ser tan feliz! Esta injusticia acongojaba a don Onofre. Sus vecinos opinaban como él. Prez del departamento, le veneraron; mejor todavía, le compadecieron maravillados. Aquella frente manchada inspiró a los esquilmados campesinos el respeto de las cumbres donde se muestra a los viajeros la peña partida por el rayo. Admiraron a don Onofre doblemente; se le aproximaban con reparo religioso que él tomó por asco. ¡Asco, el asco ardiente que se tenía a sí propio! No se resignó. Forcejeó, en largas pesadillas, con los fantasmas purulentos; al despertar había en la almohada lágrimas de espanto. Lucharía; no moriría así, no, maldito por el destino. Se arruinaría con tal de curarse, con tal siquiera de esconder su mal.

Y en persecución del milagro bajó los ríos, cruzó los mares.¡Qué tortura, ante la repugnancia, el odio, el pánico, gesticulantes en torno a su lepra! Sus compañeros de camarote huían despavoridos; sus comensales le relegaban a un extremo desierto de la mesa, o se iban furiosos. Se le rechazó, se le aisló, se le encepó; era un apestado, era la peste. Oía a su paso protestas, órdenes, un rabioso fregar de cacharros y cubiertos. Olía de continuo el ejército de sustancias desinfectantes con que se abroquelaban los dichosos. Don Onofre imploró lástima. Se dirigió a los sirvientes, a cuantos se arriesgaban a escucharle. Dijo que era rico, muy rico. Despilfarró ostensiblemente el champaña; arrojó habanos casi enteros; se cuajó las manos de brillantes. «Soportadme, suplicaba, soy rico, muy rico». Y a la postre algunos ojos le acariciaron, algunas frases le fingieron la inmortal música de la piedad, y algunas señoritas casaderas le sonrieron. ¡La higiene está tan adelantada!

Los médicos se lo enviaron entre ellos como una pelota podrida. Los más célebres eran los más caros; don Onofre no apreció otra diferencia. Le ordenaron cambiar, cambiar siempre de clima, de costumbres, de régimen. A fuerza de cambiar, repetía. Emigraba al Sur, y le hacían retroceder al Norte. Le prohibían comer carne o fécula, y se la imponían de nuevo. Le introdujeron pociones, píldoras, tinturas, cocimientos. Le remojaron, le bañaron, le fumigaron, le untaron de pomada, glicerados, aguas corrosivas, mantecas, aceites. Le lavaban y le volvían a untar. Uno le aplicó estiércol. Otro le recetó una preparación de oro. ¡Oro!¡Eso era lo principal!

Don Onofre regresó a su feudo, con menos dinero y con más lepra. Regresó enloquecido. Él era la lepra, y el mundo un espasmo de aversión, una inmensa náusea.

Y entonces, en las honduras de sus entrañas enfermas, la vieja tentación se alzó. Don Onofre «sabía». ¿Quién no sabe que la lepra, el castigo del cielo, sólo se sana con la sangre inocente de un niño?

Y don Onofre, tranquilizado, consolado, se puso a meditar.