PRIMERA PROMOCIÓN DE DERMATÓLOGOS
miércoles, 29 de agosto de 2018
viernes, 24 de agosto de 2018
EL LEPROSO
EL
LEPROSO (Cuento) de Rafael Barrett
Treinta
años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al
fin como escoria que espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?... Nunca se
averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos
de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.
Treinta
años... Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre
el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un
relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.
Pronto
se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca,
a lo alto de una tacuara torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los
borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con
desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego
otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados,
favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja
aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre
y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló
el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos.
Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido,-perfiló la letra; el
estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela
de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos.
Empezó a prestar.
Fue
el paño de lágrimas de la comarca. Compasivo, se avenía en los vencimientos a
rebañar la ternerilla, el par de gallinas, el fardo de hoja, el cesto de
naranjas, a trueque de renovar la deuda por un mes. Don Onofre se hizo poco a
poco de rancherío, campichuelos, monte, hacienda. Fomentó el comercio. Cortés y
entendido, metía pleito a los acomodados. Leguleyos, agrimensores,
comisionistas, asomaron por primera vez en aquellos lugares, que así nacían a
la vida pública. A los mismos insolventes, de puro bueno y de puro calentón,
ayudaba don Onofre cuando había en la familia alguna chicuela a punto.
Fue
un personaje: viajes a la capital, miga con ricachos y con ministros. ¡Oh, nada
de política! Estaba con todos los partidos, a medida que ocupaban el poder. El
jefe y el juez eran suyos. Figurar en centros mejores, ¿para que? Prefería
seguir siendo la providencia de su patria adoptiva, sin moverse de ella.
La
cual se despoblaba. Las cuatro mil cabezas de don Onofre vagaban más allá de
los abandonados cultivos. Tenía su idea (el agua a una cuarta, el ferrocarril
en proyecto): con cruzarse de brazos se hacía millonario. Consintió no obstante
en talar los bosques. Árboles gigantescos se desplomaban con fragor de muerte.
Las vigas férreas eran arrastradas por los que daban en otro tiempo de
puntapiés a Onofre, y echadas al río. La pelotilla de oro se volvía bocha
magnífica. Y en torno de don Onofre se pelaba la tierra, como atacaba de una
tiña pertinaz. A propósito: se me olvidaba decir que don Onofre padecía de
lepra.
La
lepra. Lepra. Don Onofre masticaba este nombre pavoroso. Lo veríais en el lento
temblor de sus mandíbulas salientes. Veríais en sus iris felinos, turbios,
empañados de pronto por un humbo fugaz, el horror de las úlceras descubiertas a
solas, atrancadas las puertas. ¡Ay! No había niña más púdica que don Onofre.
Amaba vestido. Su ropa, cosida hasta la nuez, era un saco de inmundicia cerrado
y sellado como el cofre de un avariento. Pero, ¿y la cabeza? ¿La cabeza
grasienta, vil, imposible de escamotear? Y la bestia subía, se enroscaba a la
nuca. Don Onofre anhelaba algo parecido a decapitarse. Al cabo, la lepra sacó
la garra por el cuello de la camisa y apresó el rostro.
¡Ser
leproso, escandalosamente leproso un hombre tan rico, que podían ser tan feliz!
Esta injusticia acongojaba a don Onofre. Sus vecinos opinaban como él. Prez del
departamento, le veneraron; mejor todavía, le compadecieron maravillados.
Aquella frente manchada inspiró a los esquilmados campesinos el respeto de las
cumbres donde se muestra a los viajeros la peña partida por el rayo. Admiraron
a don Onofre doblemente; se le aproximaban con reparo religioso que él tomó por
asco. ¡Asco, el asco ardiente que se tenía a sí propio! No se resignó.
Forcejeó, en largas pesadillas, con los fantasmas purulentos; al despertar
había en la almohada lágrimas de espanto. Lucharía; no moriría así, no, maldito
por el destino. Se arruinaría con tal de curarse, con tal siquiera de esconder
su mal.
Y
en persecución del milagro bajó los ríos, cruzó los mares.¡Qué tortura, ante la
repugnancia, el odio, el pánico, gesticulantes en torno a su lepra! Sus compañeros
de camarote huían despavoridos; sus comensales le relegaban a un extremo
desierto de la mesa, o se iban furiosos. Se le rechazó, se le aisló, se le
encepó; era un apestado, era la peste. Oía a su paso protestas, órdenes, un
rabioso fregar de cacharros y cubiertos. Olía de continuo el ejército de
sustancias desinfectantes con que se abroquelaban los dichosos. Don Onofre
imploró lástima. Se dirigió a los sirvientes, a cuantos se arriesgaban a
escucharle. Dijo que era rico, muy rico. Despilfarró ostensiblemente el
champaña; arrojó habanos casi enteros; se cuajó las manos de brillantes.
«Soportadme, suplicaba, soy rico, muy rico». Y a la postre algunos ojos le
acariciaron, algunas frases le fingieron la inmortal música de la piedad, y
algunas señoritas casaderas le sonrieron. ¡La higiene está tan adelantada!
Los
médicos se lo enviaron entre ellos como una pelota podrida. Los más célebres
eran los más caros; don Onofre no apreció otra diferencia. Le ordenaron
cambiar, cambiar siempre de clima, de costumbres, de régimen. A fuerza de
cambiar, repetía. Emigraba al Sur, y le hacían retroceder al Norte. Le
prohibían comer carne o fécula, y se la imponían de nuevo. Le introdujeron
pociones, píldoras, tinturas, cocimientos. Le remojaron, le bañaron, le
fumigaron, le untaron de pomada, glicerados, aguas corrosivas, mantecas,
aceites. Le lavaban y le volvían a untar. Uno le aplicó estiércol. Otro le
recetó una preparación de oro. ¡Oro!¡Eso era lo principal!
Don
Onofre regresó a su feudo, con menos dinero y con más lepra. Regresó
enloquecido. Él era la lepra, y el mundo un espasmo de aversión, una inmensa
náusea.
Y
entonces, en las honduras de sus entrañas enfermas, la vieja tentación se alzó.
Don Onofre «sabía». ¿Quién no sabe que la lepra, el castigo del cielo, sólo se
sana con la sangre inocente de un niño?
Y
don Onofre, tranquilizado, consolado, se puso a meditar.
lunes, 13 de agosto de 2018
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